4 de diciembre de 2009

CADA PIBE, UN MUNDO.
Por Enrique Pinti


Cada uno de nosotros es un mundo. Cada persona, un ser individual, y si bien podemos tener características en común con grupos humanos y rasgos de conducta parecidos de acuerdo con nuestro nivel educativo, social, familiar y genético que nos puedan hacer semejantes a otras personas, a la larga o a la corta terminaremos por reaccionar ante determinados estímulos de manera absolutamente propia. Es por eso que la educación es un terreno difícil de abordar y, por más que se fijen pautas y se dicten leyes, cada uno de nosotros responderá de forma dispar ante las imposiciones de cada sociedad, en cada época. Muchos opinan que ante la primera falta se debe reaccionar fuertemente, no tolerar ni la más mínima desviación y aplicar severos correctivos al niño rebelde o desafiante. Otros optan por la tolerancia y la "segunda oportunidad" para ver si el discípulo entiende razones y se "encarrila por la buena senda". Claro, falta saber, en cualquier caso, cuál fue la causa que provocó la falta y si no hubo por ahí alguna mala información o un mal ejemplo que marcó el camino errado. Hay gente tan poco preparada para conducir y educar que elige castigos físicos, penitencias horrorosas que atemorizan al niño y que, según sus rasgos psicológicos, reaccionará obedeciendo por temor -cosa que más tarde o más temprano no da buen resultado-, o haciendo como que obedece, buscando en la clandestinidad de su mundo privado el espacio para seguir sus ganas, y desarrollando desde temprana edad una forma de hipocresía que puede crear monstruitos de doble cara, un camino hacia la esquizofrenia y la mentira permanente. "A golpes se hacen los hombres", decían en mi infancia muchos mayores, y principalmente los varones teníamos la obligación de responder a estímulos muchas veces agresivos y contrarios a nuestra naturaleza. Recuerdo con pavor dos momentos de mi niñez. Yo, gordito perezoso, enemigo irreconciliable de la gimnasia y el deporte (lo más movido era la escoba de quince o la lotería de cartones, para que se den una idea), era la vergüenza de la familia, que quería que yo fuera, si no un campeón olímpico, al menos un ser medianamente normal que supiera andar en bicicleta, nadar y practicar fútbol, tenis o patinaje. Los sueños de mis familiares y maestros se estrellaban con mis frustrados intentos, que me llevaron a caer sobre mis grandes asentaderas en pistas de patín con ruedas, a la ruptura de raquetas, a vergonzosas exhibiciones de ping-pong o a la quietud total en la parte menos honda de la piscina olímpica del club del que mi padre era miembro de la comisión directiva. No recuerdo a quién se le ocurrió que lo mejor era empujarme de sorpresa al agua y, como ya se me había enseñado toda la teoría sobre flotación, esperar que mi instinto de conservación actuara. No funcionó, y el escándalo de gritos de socorro y brazadas histéricas matizadas por el peor lenguaje posible en un niño de ocho años fueron el único y vergonzante resultado. El otro episodio fue en el Tiro Federal, adonde mi padre me llevó a los dieciocho para llenar las condiciones de tiro y así aliviar mi servicio militar obligatorio, que, en vista de lo demostrado hasta ese momento, iba a ser un calvario. El susto ante los disparos, los culatazos en el hombro debido al pésimo manejo del fusil a pesar de las amables indicaciones del instructor amigo de mi padre, fueron dignos de una actuación cumbre de Jerry Lewis en su versión más disparatada. Y recuerdo como si fueran hoy las sabias palabras que aquel hombre le dijo a mi progenitor: "Este pibe es un cómico en potencia, pero nunca le pongas un arma en la mano porque puede ser más peligroso que mono con navaja". No hice la colimba por miope y es el día de hoy que no puedo tocar un revólver (ni en una escena) sin temblar como un flan. Cada pibe es un mundo. Creer que por la fuerza alguien aprende es muy pero muy peligroso.

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